viernes, 11 de junio de 2021

Siempre, viva

 


Tomó aire. Respiró profundo a más de 3 metros y 45 centímetros bajo tierra. Se sorprendió al ver que no veía y lo percibía todo sin necesidad de tener ojos, ni piel, ni esos cabellos largos que ahora eran diminutos cilios. Era una especie de organismo filamentoso que reptaba por los poros del suelo. 

Se acercó a las raíces de un árbol. Sentía como el agua la llevaba hacía allí e hizo, milagrosamente, simbiosis con los hongos. Nunca se había sentido parte de algo. Ahora no era necesario poseer un largo currículo, ni cartas de recomendación para ser aceptada y recibida en una verdadera entidad viva. Casi olvidó que alguna vez había sido humana: ahora era aún más feliz. 

Miles de veces había caminado sobre el suelo y nunca había notado toda la vida que este contenía, y que un día volvería a él.  Había participado alguna vez en una carrera de 100 metros, en sus tiempos de atleta; pero, ahora, Melinda era conducida por la raíz de un árbol. Ella observaba su ascenso por los vasos conductores. Esta vez no percibía la presión de ganar, ni el tráfico en las calles, ni las bocinas de los carros ensordecedores que la abrumaban cuando se dirigía a su trabajo. 

El ascenso lento era un placer, una paz indescifrable. No había con quien competir. Sus títulos de la universidad ahora serían parte del compost y, la medalla de aquella carrera, metal fundido de nuevo con la tierra.

Ella solía usar unos astronómicos tacos que la hacían sentirse más esbelta que las demás. En ese momento, era un conjunto de células verdes que ascendían por los vasos de una planta. Melinda Casas había quedado en el olvido o en algunos recuerdos de familiares y amigos. Sin embargo, ella ascendía a través de tronco rumbo a un aparente final: la copa del árbol. A su paso por las ramas, se sintió parte de ellas; recordó cuando era niña y abría los brazos dando giros en medio de un bosque. Sonreía y caía libre, contemplaba en el cielo las copas agitándose y dando vueltas como ella. 

Un día al amanecer se hizo hoja en una común unión con el momento. Se celebró. Los rayos del sol la hicieron aún más verde y bebió del rocío a través de toda su superficie. Sintió los frutos próximos del árbol caer. Era un privilegio estar en esa copa. Danzó con las otras hojas, vibró con ellas en una especie de ceremonia. Momentos de gloria que a diario ocurren en los bosques, pero que casi ningún humano es capaz de verlo.

Percibió como poco a poco se iba secando y el sonido que emitía al roce el viento; iba cambiando el color de su limbo. Se acercaba el momento de caer de nuevo. Se desprendió. No sentía nostalgia, ni agonía, ninguna emoción humana la agobiaba. Descubrió que llegar a la cúspide era el preámbulo de nuevos cambios, que podrían llevar segundos, minutos, horas o años. 

Durante la noche, a la velocidad que le marcaban las corrientes del viento, fue cayendo: volvió a la hojarasca. La lluvia torrencial la mojó por entero. Sintió cientos, miles de patas que la pisaban y se fue adhiriendo a las uñas de algunos escarabajos. Las hormigas arrieras la tomaron entre sus patas y la deshicieron, se llevaron sus pedazos al hormiguero.

Se convirtió en una estructura habitada por cientos y miles de seres de antenas: era de nuevo parte de una comunidad. Sus hermanas eran de ocelos grandes, más fue ingerida, en parte, por un oso hormiguero. Este la extrajo con su lengua, la engulló y la llevó por el bosque ya en su estómago. Ella sintió el calor uterino de la hembra gestante que la había devorado. Al poco tiempo, llegó al intestino y cayó en forma de heces: volvía de nuevo a la tierra.

Era curioso, se sentía aún en la copa del árbol, en la raíz, en la hojarasca, en el hormiguero y ahora en las heces. Fue dándose cuenta de todos los lugares en los cuales había y seguían habitando sus moléculas. 

Los escarabajos estercoleros aparecieron. Hicieron de ella una bola hasta enterrarla de nuevo. Volvía a ser humus, reconocía el movimiento continuo. Este era mucho más dinámico que el que había vivido en las avenidas o en las estaciones del metro. Cuan poco como humana en realidad se había reconocido. Jamás pensó ser enterrada innumerables veces. Creyó que todo finalizaría en ese ataúd que indicaba el fin de sus recorridos por la tierra.

Ingenuamente, Melinda se lo había creído. Aquellos logros y metas que alguna vez había concebido fueron una ilusión. La vida real es otra. Estaba de paso en esta forma humana ¿Y si no hubiese esperado a abrir los ojos, luego de muerta? Sin embargo, sabía que todo había ocurrido de forma perfecta. Se dejó llevar... Infinitas veces ascendería de nuevo: llegaría a la verdadera meta, esa que no es premiada casi nunca por los humanos, la transcendencia.




2 comentarios: